Revienta la teta… y las trenzas del mundo político y corporativo están consternadas. Su propia perplejidad contribuye a alimentar las protestas. A las dirigencias políticas y empresariales les cuesta explicarse que esto ocurra en un país que efectivamente registra enormes progresos en el estrecho período de una generación. No les cuadra que si la economía está creciendo los chilenos estemos insatisfechos. Se resisten a aceptar que el alma de nuestra sociedad desborde los ejes de la política y el PIB. La gente no vive de las tasas de crecimiento ni de las cifras que salen de las encuestas de opinión. El pulso anímico y las expectativas ciudadanas dependen, ciertamente, de variables más finas que tienen que ver con el liderazgo y la transparencia, con la confianza y el cariño. Por eso están en crisis la educación media y la universitaria y los sistemas de salud se encuentran sobreexigidos. Por eso, grupos sociales hasta ahora excluidos presionan por reconocimiento y diversidad. Por eso, en regiones surgen nuevas demandas de autonomía y descentralización.
Como estamos desconcertados y han desaparecido los antiguos referentes, como no encontramos el norte, se diría que nos hemos ido acostumbrando a vivir en una sociedad 3D. La desigualdad, la deuda y la delincuencia copan en proporciones parecidas la agenda informativa, reaparecen en las banderas de lucha de los manifestantes y nos están abrumando. Y se hace cada vez más difícil ocultar tanto los síntomas como las causas. Se hace difícil subestimar, por ejemplo, que el sueldo del capital en los últimos 20 años, medido por el Igpa, haya subido en términos reales 3,8 veces, en circunstancias que el sueldo del trabajo, expresado también en términos reales, creció en el mismo período sólo 1,6 vez. Los estudios en relación a la deuda, por otra parte, están mostrando que el 40% de los ciudadanos que son sujetos de crédito ha registrado algún tipo de mora. Y en materia de delincuencia, los indicadores, a pesar de logros puntuales, tampoco son mucho mejores. Basta sumar los minutos que la televisión destina al tema todos los días para dimensionar la amplitud del fenómeno y los nuevos estándares de violencia que han aparecido.
Pero es, tal vez, en el campo de las desigualdades y las diferencias donde se está librando la madre de todas las batallas. Es verdad que en términos de progreso material Chile ha logrado satisfacer una fracción importante de las expectativas de la población. Sin embargo, las brechas siguen siendo tanto o más grandes que el pasado y algo está ocurriendo que ahora se han vuelto más irritantes.
Por cierto, esto no era lo prometido. No era lo prometido por la transición política o por el modelo económico; a lo mejor tampoco era lo que se esperaba del actual gobierno.
Por decirlo en pocas palabras, ocurre que el capital se tomó la cancha e impuso un ritmo de trabajo sobrehumano. Este factor, unido a una publicidad desenfrenada que apela a las sanciones del bullyng social para todo quien se resista a entrar al baile, estableció en Chile estándares móviles de consumo que supuestamente iban a mejorar nuestra autoestima y nos harían más respetables y felices como sociedad, asegurando, de paso, un piso cada vez más alto para la demanda.
El problema es que todos, cual más, cual menos, mordimos el anzuelo. Y porque lo hicimos hoy cargamos con la sensación de trabajar muy duro y de andar corriendo por la vida a comprar muchas cosas que en realidad no necesitamos.
Que el problema no se reduce a una pura cuestión de ingresos queda demostrado cuando observamos un cierto clasismo incluso en el nivel de las remuneraciones de un amplio sector de la pirámide laboral. De hecho, se ha vuelto de lo más común encontrar abnegados mandos medios industriales, con bastante experiencia, responsables de la producción, día, noche y festivos, en localidades lejanas, cuyo enorme compromiso con el trabajo hace andar las industrias como si fueran propias, pero que, sin embargo, han de conformarse con ingresos parecidos a los de jóvenes profesionales recién egresados. Hay una enorme asimetría en esta paridad. En realidad, el caso de unos y otros no admite comparación alguna en términos de responsabilidad y capacidad de decisión, tanto en el acierto como en el error. El costo que pudiera tener para las compañías la caída de una línea de producción, el desperfecto de una turbina o el sobrecalentamiento de un motor industrial no guarda relación con las observaciones agudas o con leseras que pueda decir un profesional que recién se está iniciando.
Incluso, dentro de la lógica del mercado comienza a ser impresentable el divorcio entre los retornos que obtiene el capital y los que consigue el trabajo. Sabemos que capital y trabajo se necesitan mutuamente. Sabemos que en la actualidad ya no existe la escasez dramática de capital que Chile enfrentó en otras épocas. Sabemos también que el desempleo ha caído. Sin embargo, las brechas son porfiadas y no ceden.
No es raro, por lo mismo, que las calles estén congregando a tanto rebelde con causa. Pero esta no es la crónica de una muerte anunciada, como se pretende por ahí. No es verdad que Chile sea o haya sido siempre una porquería. Tampoco nos compremos la teoría del mal de la época, que mete en un mismo saco las protestas de Atenas, Madrid o Santiago. No, lo que estamos viendo es una severa advertencia para que corrijamos el rumbo en beneficio de todos, tarea que, estoy seguro, nuestras autoridades desean y serán capaces de hacer.
Llegó la hora de ir haciendo carne una "constitucionalidad social" que recoja el imperativo de equilibrios más razonables. Necesitamos sentar nuestra convivencia sobre bases no sólo más justas, sino también más amables. Necesitamos abrirle la puerta a la diversidad de las personas y a la libre identidad de las regiones. Necesitamos un balance patriótico que, además de aprobar en los grandes números, califique también en el corazón de la gente.
Ahora es el momento de actuar. Sería un error no reconocer en diversas movilizaciones demandas sociales que tienen fundamento. Hay que ir rompiendo ya diversos y arraigados nudos gordianos de la inequidad. Hay que avanzar, por ejemplo, a una gran reforma tributaria que aumente el impuesto a las empresas, baje el IVA, suba el tramo exento en los impuestos personales y disminuya su progresividad. Otra tarea urgente: tenemos que radicar la administración y la tutela tanto de la educación como de la salud en las regiones. Basta de centralismo y de presupuestos manejados desde el anonimato en Santiago. Donde mis ojos te vean, claman las regiones.
De alguna manera, habrá que rebarajar el naipe. Tendremos que ser capaces de compatibilizar las distintas escalas de valor que imponen la política, la economía y la vida social. De ahí tendrán que salir nuevas jerarquizaciones, porque es imposible alcanzar todo y al mismo tiempo. Vienen tiempos que van a requerir de mucha psicología, prudencia, generosidad, confianza y espíritu constructivo de todos nosotros.
Está comenzando otro partido. La sociedad está rayando la cancha y corresponderá a los políticos jugarlo dentro de esos espacios. Esto es una novedad, porque hasta ahora era exactamente al revés: los políticos definían el juego, además lo arbitraban y, por lo general -era que no-, lo terminaban ganando.
Felipe Lamarca